EL CAMINO DEL ENCUENTRO
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El sembrador de dátiles
En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Eliahu de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras. Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Eliahu transpirando, mientras parecía cavar en la arena.
¿Qué tal anciano? La paz sea contigo. Contigo, contestó Eliahu sin dejar su tarea ¿Qué haces aquí con esta temperatura y esa pala en las manos? Siembro, contestó el viejo ¿Qué siembras aquí, Eliahu? Dátiles, respondió Eliahu mientras señalaba a su alrededor el palmar.
¡Dátiles! repitió el recién llegado y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor. No, debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos.
Dime, amigo: ¿cuántos años tienes? No sé... sesenta, setenta, ochenta, no sé, lo he olvidado... pero eso, ¿qué importa? Mira, amigo, las datileras tardan más de cincuenta años en crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos.
Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes. Ojalá vivas hasta los ciento unos años. Pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.
Mira, Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar esos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto. Y aunque solo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.
Me has dado una gran lección, Eliahu, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste. Y diciendo esto, Hakim le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.
Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto y sin embargo, mira, todavía no término de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.
Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas.
Y a veces pasa esto, siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no solo una, sino dos veces.
Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte...
Jorge Bucay (Cuentos para pensar)